Son las ocho de la mañana de este último lunes de noviembre y aún no ha amanecido. Paso por delante de la iglesia de San Nicolás de Portomarín con la única luz de unas cuantas farolas.
Aunque quisiera, hoy no puedo prepararme el desayuno en el albergue. No hay absolutamente nada en la cocina. Ni cazuelas, ni cubiertos, ni platos , ni tazas. Nada.
Durante todo el Camino tengo como objetivo llegar a Santiago. La ciudad. Ir en dirección al oeste. Lo llevo en mente.
Hoy nos espera una dura ascensión hasta O Cebreiro. Por eso salimos temprano por la mañana. A las ocho ya estoy caminando en la penumbra.
Esta mañana estoy entumecido y siento frío. No sé si es por lo que me mojé ayer o por la larga bajada. Pero el inicio de etapa me está costando un mundo.
A pesar de haber dormido muy bien, me cuesta levantarme por la mañana. Somnoliento, salgo de mi saco de dormir a echar la meada matinal por el campo.
Desde que he salido, creo que no he desayunado ni una sola vez en el albergue. Siempre suelo llevar algo de comida en la mochila, por si acaso, pero no llevo nunca nada para prepararme el desayuno en la cocina del albergue.
El cielo está despejado en este amanecer en el páramo leonés. El frío es intenso. Bien abrigado, arranco a caminar mientras el sol se va asomando a mis espaldas.
Lo mejor para salir de una ciudad, haciendo el Camino, es que te coincida en domingo. Tanto en Burgos como aquí, en León, me ha pasado esto. Hay muy poca gente por la calle y no hay coches.
Ayer cené solo. Después de llegar al albergue municipal de Mansilla, recomendable por sí mismo y por sus hospitaleros, me fui a dar una vuelta a este pueblo leonés que me pareció muy atractivo.